domingo, 28 de junio de 2015

ANTES DE DAR EL OTRO PASO





¿Quién es esta muchacha tan modosita, tan tapadita del pecho? ¿Quién esta muchacha tan de raya en medio? Debo hacer caso al sello que dice “Rosario Castellanos”. Sí, es Rosario de mil pumpos, Rosario de mil tortillas de comal, de mil misterios.
¿Quién es esta muchacha con apenas cierto brillo artificial en los labios? ¿Quién esta muchacha que no ve de frente, sino así, de manera sesgada, como si lo importante no estuviese en el centro de la lente, sino en la periferia, en el aro que lo rodea y que le da forma?
Llama mi atención esta fotografía de Rosario. Si alguien me diera a elegir una de las tantas fotografías que le tomaron elegiría ¡ésta!
El cuello de su blusa está abotonado; su cabello cae con una certeza de equilibrio, como si cada mazo (a partir del camino) se desperdigara generoso sobre el plato de la balanza para que todo esté en equilibrio. Armonía, equilibrio, pueden ser palabras que definan este instante. Sobre la blusa lleva algo como un saco de dril, como una bata de trabajo. Si no conociera la historia de su vida diría que este uniforme es semejante al que usan las presidarias. Pero ¡no! Si no conociera su historia de vida diría que es una bata de pintora, pero ella no fue pintora. ¿Dibujaba o sólo llenaba los muros del aire con su palabra?
Se ve tan modosita, tan que no mata una mosca. Se ve tan frágil, tan muñequita de sololoy. Su rostro, terso, parece a punto de quebrarse. Como si toda ella fuese de porcelana y alguien, algún cabrón, llámese Ricardo, llámese Tormenta, estuviese a punto de aventarle una piedra, desde la lejanía, desde la otra orilla.
¿Y por qué me gusta esta fotografía? Porque parece revelar el lago de agua estancada que ella fue. Ella ahí, en medio de las montañas, sola, en medio de la lluvia, ve cómo el aguacero mueve sus aguas. Las gotas chocan contra su cristal, le provocan un movimiento como de olas de mar. Esto es lo que los otros miran, pero ella, ella es un simple charco de agua estancada. Se mueve porque los otros meten sus manos para ver si está tibia el agua, si está fría. Las gaviotas, desorientadas, llegan hasta el espejo de su superficie y buscan peces, peces de mar; lo mismo hacen los pelícanos. Todos buscan peces en su interior, pero ella nada lleva, nada posee; salvo oscuridad, silencio, reclamos.
Me gusta esta fotografía por un detalle casi irrelevante: tiene cejas. ¡Dios mío, qué pensaba a la hora de los otros retratos! ¡A la hora en que muestra un rostro severo, artificial, como piedra, en que se pinta, repinta, una y otra vez, las cejas con un lápiz negro! Uno de los retratos más conocidos de Rosario es donde aparece con un puño cerrado sobre el marco de su barbilla. Ella ve hacia el cielo, hacia donde está el foco de luz, abstraída, como si la vida no estuviese en la Tierra sino en alguna constelación a millones de años luz de esta vida. Sus ojos buscan, está a punto de hallar la fórmula de algún misterio, pero sus cejas repintadas, curveadas, trazadas como si fuesen alas de cuervo, le otorgan al retrato un carácter de payaso, de caricatura. Todo su rostro es alterado por ese aleteo incruento. La armonía del rostro es rota como si mil piedras, en alud, reventaran contra un valle.
¡Dios mío! ¡Qué rostro tan sin rostro el de Rosario! La gran feminista no tuvo un rostro propio. Disimuló su timidez y fragilidad debajo de una máscara de tronco de árbol. Pero el tronco, se advierte, por más que intenta esconderlo, es un tronco enfermo por alguna plaga.
Qué rostro tan oscuro el de la mujer que pretende dar luz.
El rostro que muestra esta fotografía es el rostro de una tacita de té. Está a punto de decir algo, sus labios a punto de abrirse para pronunciar la palabra. Su cabello cae sin ataduras. Es la fotografía de una muchacha modosita, cubierta. Lleva el cuello abotonado. Hace frío. En el corazón de Rosario siempre hay un árbol sin hojas que recibe el viento que viene del Sur, de lo más profundo.